Ellos eran un par de niños inocentes e inexpertos.
La ilusión del amor nunca había tocado a sus puertas hasta que se conocieron.
Lo primero que supieron fue el nombre del otro.
Lo segundo, que no se atreverían a decir nada más.
Lo tercero, que se debía a que los abordaba el miedo.
Y por último, creyeron que no eran correspondidos sus sentimientos.
Pasaron larguísimos años.
Él los contaba con ansias, mientras intentaba encontrarla de nuevo.
Ella no olvidó del todo a aquel niño, pero siguió adelante.
Y así crecieron.
Él recibió unas cuántas heridas que quisiera borrar para siempre.
Ella ama sus heridas porque reconoce que nada le enseñó más sobre la vida que ellas.
Los vi dieciséis años después.
Ninguno creía ya en el amor.
Ambos se habían resignado y aprendieron a valorar los pequeños detalles para no perder los últimos restos de esperanza en la vida.
De algún modo así aprendieron a vivir.
De algún modo así se las arreglaron.
Dos caminos separados.