Ellos se conocían sin conocerse. Sabían el uno del otro, pero no sabían nada en realidad. Él llevaba una mochila en su espalda, y ella esperaba temprano en su parada cuando el destino los hizo encontrarse de repente.
—Hola, qué casualidad encontrarte por aquí.
—Sí, no había vuelto a verte. Pensé que te habías ido a otro lugar.
—Lo hice, estuve en otro estado, y luego me fui a otro país pero he vuelto. Oye, hace mucho tiempo que te observo. Sé quién eres, es decir, recuerdo tu rostro pero no sé tu nombre.
—Lo sé, yo te veía pasar todas las mañanas cuando trabajaba en aquel lugar, ¿lo recuerdas?
—Claro, siempre giraba mi vista hacia allí o sólo te miraba de reojo. Es un gusto conocerte hoy por fin oficialmente.
—¿De verdad? ¡Vaya! Para mí también es un gusto conocerte, aunque no hace falta que me digas tu nombre. Te recuerdo de la secundaria casi perfectamente.
—El tiempo ha corrido como un loco, ¿no es cierto? Recuerdo que te gustaba mucho el color negro, y veo que aún es así.
—Lo sé, intento cambiar esos viejos hábitos.
—Sí niña, aunque así te ves muy bien de todos modos.
Quién sabe cuánto más hablaron. Parecía que él la tenía en sus manos. Los veías hablando y pensaban que eran los mejores amigos del mundo, como si se conocieran de años, cuando en realidad esa era la primera vez que cruzaban palabras. Se habían visto en la secundaria cientos de veces por los pasillos cuando estudiaban, él estaba un par de años por delante, ella conocía a uno de los amigos de él, eso era todo. Antes de bajarse, él la elogió por sus hermosos ojos color café y pagó por ella.
Ella, la pobre, pasó todo el día pensando en eso. Sin importar que otras personas empañaran su recuerdo por un momento, ella fue más fuerte... o eso cree.