El tribunal de los defectos — Parte I

junio 16, 2014

Somos nuestros propios jueces.

La vergüenza es eso que nos azota con fuerza. La vergüenza es un sentimiento que demuestra cuán humanos somos pero la mayoría de las veces nos lleva a la ruina. Nos avergonzamos y sentimos, hacemos concepciones y juzgamos. Solemos quejarnos de lo que tenemos y lo que no; solemos quejarnos de quien nos rodea y de quien nos abandona; nos quejamos de nuestros pensamientos, de nuestras ideas y de nuestros cuerpos.

¿Quién no tiene quejas sobre sí mismo? ¿Quién no critica y juzga su propio cuerpo?
Cada uno de nosotros tiene fortalezas y debilidades físicas: unos son muy buenos corriendo, otros no lo son; unos tienen buenos brazos y otros los envidian; otros desean la alta estatura de una persona que se cruzó en la calle y otros, si pudieran pedir un deseo, desearían ser más pequeños. ¿Quién no quiere cambiar algo en su cuerpo?

Yo solía quejarme por absolutamente todo en mi cuerpo, creo que a veces aún sigue siendo mi talón de aquiles la estatura. No había nada de lo que no me quejara y renegara en mi cuerpo, nada, pero he aprendido a convivir con ciertas cosas, las he aceptado y me he amoldado a ellas. En cambio hay pequeñas cosas que aún quisiera que fueran de otra manera. Lo cierto es que el ser humano vive y muere para juzgarse, nos miramos al espejo y nos ponemos en medio de nuestra sala de juicio, el tribunal de nuestros defectos. Son nuestros ojos los que juzgan y nuestra mente y boca las que sentencian. Somos incluso más duros y más implacables con nosotros mismos que cuando criticamos a alguien más; las críticas hacia uno mismo —o las críticas personales— son las peores y tienen algo que las caracteriza: no dan derecho a tregua.

Sabemos que ningún ser humano es perfecto, vemos la foto de una bella modelo en una revista y nos repetimos a nosotras mismas «es maquillaje y photoshop», pero aún así nos comparamos con ese producto "perfecto" fabricado en manos de los expertos.

Yo aún no dejo de quejarme por mi estatura —1,59 m—, es una de las cosas con las que he tenido que aprender a vivir —más o menos—, pero cuando tengo que ponerme de puntillas por alguna razón, o necesito la ayuda de alguien para alcanzar algo que está fuera de mi alcance lo recuerdo… y de nuevo me quejo. Suelo quejarme de lo bronceada que se pone mi piel por causa del sol durante ciertas temporadas, y luego suelo quejarme de lo difícil que es lograr que mi piel vuelva a su estado natural. Suelo quejarme a veces de las cicatrices que la vida ha tatuado en mi cuerpo, y suelo quejarme hasta de los kilos de más que ni siquiera tengo. Lo sé, lo tengo claro, pero ¿quién le dice a mi cabeza testaruda lo contrario?

El daño que han producido los medios de comunicación, revistas, películas, etc en millones y millones de personas en todo el mundo se encuentra muy arraigado y es muy difícil de eliminar. Casi imposible porque no importa quién ni cuantas veces alguien te diga lo contrario, tu cabeza estará gestando una excusa para justificar lo que ya ha concebido sobre tu imagen y sobre tí mismo, pero estas son cosas que debemos desarraigar, a como dé lugar.

No debemos creer lo que nos dicen; no existe un molde de belleza como nos han hecho creer, todos somos únicos y especiales, cada uno a nuestra manera. Trabajemos para dejar de quejarnos de lo que somos y que seremos siempre, sino, nuestra vida será más difícil.


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