Andrés no tiene nombre.
Se sirve una taza de té todas las mañanas para no perder la costumbre. El verde es su favorito, pero a veces despierta con ganas de probar cosas exóticas. Camina por el angosto pasillo de casa con su taza de té, mientras ve por las ventanas la lluvia cayendo. El perro le da los buenos días saltando a su lado y lamiendo su mano derecha. Andrés se siente contento, se siente en paz por ese momento. A veces le pido que me acompañe pero él no me escucha. Permanece quieto y en silencio.Andrés tiene ese sonido que me encanta, es un sonido familiar y sonoro, es constante. Medita sentado frente a la mesa en los diferentes colores y matices de las flores del jardín, en cada gota de agua deslizándose sobre las hojas de las plantas, mientras que con su dedo medio repasa los bordes de la taza y luego toma un sorbo. Está feliz.
Andrés ama con locura; él ama muchas cosas. Ama el viento, el sol y el mar. Ama a las aves y a la resistencia de sus alas al volar. Él es tan gracioso, dice cosas que no son bromas pero es como si lo fueran de todos modos. Andrés dice que no tiene miedo, pero está aterrado. Le teme a la oscuridad, a que sus sueños no se cumplan nunca, a alejarse de quienes ama, a no llenar las expectativas de la sociedad. Entonces se detiene. Se ha terminado su té y piensa: «¿acaso importa?». Se levanta de su silla, se pone más guapo, se perfuma y huele bien...
—Voy a acompañarte —me dice.