Desde hace muchísimas décadas se va construyendo un patrón «único» de belleza femenina. La televisión, las películas, las revistas, las pasarelas alrededor de todo el mundo, etc, imponen en nuestras mentes una serie de requisitos y condiciones que debe poseer un individuo para ser «atractivo, bello, guapo, o hermoso», sea cual sea el calificativo. Bajo este sentido se explota el género femenino con el implemento de ropa, maquillaje, peinados, zapatos, y demás. Ese régimen estético de la moda nos dice que debemos usar falda o vestido, tacones altos, joyería ostentosa, caminar erguidas, lucir cabellos estupendos, maquillaje perfecto, sonreír siempre como si fuera un placer aunque no queramos hacerlo y actuar con gracia. Nos dice también que si se es rubia, de alta estatura, delgada, con rasgos faciales perfilados, piel blanca y ojos de colores claros entonces se es lo más cercano a la perfección. Pero bien, ¿qué queda para las chicas completamente «normales», las chicas «promedio»? Qué queda para las chicas de baja estatura, o de piel oscura, un poco gorditas, o las chicas que sufren con los frecuentes granos o el acné cuando le han dicho —o ha escuchado casi toda su vida— que el rostro de una chica debería ser delicado y recibe burlas y comentarios al respecto.
Todas ellas son víctimas de este régimen que bombardea nuestras mentes a diario, la mayoría se odia a sí mismas, o desearía ser lo contrario a lo que son sólo para cumplir con esos estándares de belleza. Yo también soy una víctima, y aunque no he sucumbido al uso de faldas y vestidos, de tacones ni zapatos altos, ni a la joyería ostentosa, si he pensado muchísimas veces que odio o detesto alguna parte de mi cuerpo sólo por cómo luce y que quisiera cambiarla. Con el paso de los años esa sensación de inconformidad ha emigrado de una parte de mi cuerpo a otra y empiezo a ver «errores» o pequeños «detalles» que para mí son todo lo que puedo ofrecer de mi imagen y son inmensos en mi mundo, pero quizás en el mundo de los demás ni siquiera son evidentes o notorios. Con el tiempo transcurrido he dejado de prestarle atención a una parte, para centrar esa atención en otra parte y así sucesivamente; es un ciclo que cuesta romperse. Llega un punto en que las palabras de ánimo, o los cumplidos de otras personas no tienen valor por más que los repitan porque justo en ese punto tu autoestima está tan quebrada que cuesta demasiado volver a unirla. La mayoría de las personas muchas veces no logran unir esos puntos de quiebre y viven toda su vida necesitando atención de las personas y lugares equivocados. Esa atención sólo te nutre un día, un momento y una pequeña cantidad. Cuando estás solo te das cuenta de que no eres tú, no eres lo que quisiste ser, ni haces lo que quisiste hacer, y tristemente pasas tu vida viendo pasar la vida de otros de maneras felices, eso es posiblemente lo peor. Las personas casi nunca hablan de sus complejos y ocultan sus sentimientos; se debería hablar más a menudo sobre esto para demostrar que todos pasamos por lo mismo y de esta manera todos podrían sentirse más apoyados al respecto de una inseguridad o un miedo.
Dicen que el truco para no sentirnos mal con nuestra imagen está en no auto-compadecerse y no compararse, pero siendo sinceros y realistas ¿quién no se compara nunca? No tengo una solución hábil para esto, pero mi mejor conclusión es que siempre busquemos accionar, hacer algo bueno que cambie los rumbos y crear planes para abrir nuevos caminos en nuestro destino, y así no nos sentiremos culpables y no centraremos toda la atención en una pequeña «imperfección» insignificante. Disfrutemos siempre al máximo los pequeños momentos en que no nos acomplejamos de nada y sencillamente seamos felices.