•Parte II•
Vigilante de Seguridad.
Soy un vigilante de seguridad, y custodio mansiones y castillos. Vivo en una «cueva», mi hogar es modesto igual que mis lujos, pero vivo rodeado de personas que aman de verdad. Las familias de mis empleadores se dan más lujos de los que debieran. Para nada tengo envidia, al contrario vivo reflexionando y pensando gracias a ellos en lo imprecisa que es la vida. Algunos no tenemos nada material y otros lo tienen todo, mucho más de lo que son capaces de administrar y de cuidar.
El rico mientras más tiene menos quiere gastar; el pobre trata de distribuir lo que posee.
Me formaron creyendo que la educación es lo más importante. Se puede tener todo el dinero del mundo y todas las propiedades, pero si no hay educación y conocimiento algún día se terminará perdiendo todo. En cambio, si se tiene educación y compromiso se puede llegar lejos, conquistarse el mundo.
Mi día empieza a las 6 de la tarde. Me despido de mi esposa y mi hijo para tomar el transporte público y llegar al castillo de turno que debo proteger de los ladrones. Toda mi noche transcurre entre el café, que me quita el sueño pero me opaca, y entre periódicos viejos y nuevos que leo y releo, una y otra vez. La mayoría de las noches se pasan sin sorpresas, otras veces los perros se alarman por cualquier cosa o por nada. Mi esposa comenta que odia mi trabajo pero lo respeta, sabe que arriesgo mi vida por proteger a otros y dice que no quiere perderme, por ella, pero sobre todo por nuestro hijo. Yo la entiendo. Hay noches en las que en medio de la vigilia lloro pensando en ello, pienso que podría estar acurrucado entre sus brazos, besar la frente de mi hijo antes de irse a dormir, contarle una historia o un cuento con ella a mi lado, sería muy triste para ellos si yo me llegara a ir para siempre... y yo no querría dejarlos así.
Una noche desde mi cubículo escuché una algarabía. Las fiestas habían empezado, todos celebraban. El ruido de las botellas romperse por causa de los ebrios, las mujeres reír sin parar, los niños gritando de alegría. Sólo sé que así empezó todo. Una bala se perdió en medio de una riña que se levantó contra mí para arrebatarme la vida. Me hirió de gravedad. Toda mi vida pasó como un cometa de luz frente a mis ojos. Me imaginé a la mujer que más amo, mi esposa, llorando junto a nuestro hijo, que se perdía entre lágrimas en sus brazos. Ellos principalmente me dieron fuerza. Los meses de rutina para recuperarme de esta herida fueron más que suficientes para reflexionar y pensar en lo que quiero hacer ahora. Entendí que perdemos hasta toda la vida meditando sin accionar, a veces no lo vemos, pero en todo, el amor , debe ser lo primero.