Caminando por las calles de mi ciudad, entregándole mis horas al tiempo encontré un grupo de chicos, la mayoría entre 16 y 19 años de edad que andaban en sus patinetas o skateboards. Hacían muy buenos trucos, y tal vez no dan ni tres de lo que pueden dar los profesionales, pero tienen pasión y convicción por lo que hacen y lo siguen intentando a pesar de los errores y de las caídas.
Detrás de cada uno de estos rostros se cuenta una historia diferente, pero con ciertas similitudes. Muchos de ellos están embriagados de problemas personales y ésta es su única salvación, es la única vía de escape con la que pueden contar ahora. Divorcios, pérdidas en la familia, peleas, familias disfuncionales; la típica historia de jóvenes rebeldes y sin rumbo que buscan su propio camino a través de lo que aman.
Los observé por varias horas y no podía cansarme de verlos, eran chicos agradables, sencillos y muy desprendidos —excepto de sus patinetas—. Todos los esfuerzos rindieron sus frutos y tras meses y meses de práctica algunos chicos lograron añadir un nuevo truco a su repertorio para el final del día.
Me era un poco amarga la sensación de que el tiempo empezaba a escurrirse por fin, me había asido a la idea de poder estar con estos chicos durante días enteros mientras los observo hacer lo que les gusta más hacer, pero, ¿es posible encariñarse tanto con prácticamente desconocidos?
En fin, ha sido un día agradable por demás: no sólo los skateboarders, sino también niños en sus bicicletas, personas realizando picnics y almuerzos sobre la grama adyacente, palomas alzando el vuelo o comiendo de la mano de algunos adultos, y niños que corren por doquier riendo y cantando. Este es uno de esos días que valen la pena recordar.