Yo escucho el sonido de las lágrimas a diario, me pagan por abrir la llave de agua en los ojos. Mi empleador es aquel que posee a los muertos y les vende una propiedad para sus huesos. Tengo que cargar con el agobio de que «algún día todos moriremos», más tarde que nunca, o más pronto que tarde todos vendremos a parar aquí. No le canto a la muerte, pero le dedico canciones a los caídos en la guerra contra ella. Mi deber es despedirlos con honores en medio de entonaciones lúgubres y el llanto de sus allegados.
A pesar de ver la muerte como algo natural que forma parte del recorrido terminal de la vida, siempre tengo el sentimiento de que no todo ha llegado a su fin cuando ha terminado, es ese momento en que se le dice «adiós» a la sangre y a la carne pero en realidad nunca nos vamos del todo. A veces creo que mi forma atropellada de andar por las calles podría llevarse mi vida, pero mientras tanto aquí sigo compartiendo historias con los sepultados.
Algunos dicen que el mejor momento para morir, el momento perfecto es después de haber llevado una buena vida, de haber procreado, de haber multiplicado la herencia, de haber edificado una casa y erguido un hogar, pero creo que la mente viaja más lento que el cuerpo cuando se trata de «ella», la esquelética y horripilante. Más lento que el reloj biológico que nos envejece la piel y el cabello, porque el cuerpo con el transcurrir de los años empieza a prepararse para «ir al hoyo», pero la mente —aunque digamos que estamos preparados— nunca termina de asimilar a la muerte. Aunque rebelarse ante el final no tendría ningún sentido, la mente todavía está en contra de «ella» y después de todo, se termina siendo «demasiado viejo para morir joven». «Joven» cuando la mente aún tiene ganas de aprender y de crear, cuando hay deseos de saltar, correr, de explorar y de bailar, pero «viejo» porque el cuerpo no responde. Aquí yacen los blancos, los negros, los rojos, los pálidos, los bronceados y tostados por el sol, así rían, canten, bailen; los duros, los blandos, los buenos, los malos... ahora sólo cadáveres. Cadáveres que se aunarán con el tiempo, pero nunca con el lacerante olvido.
A pesar de ver la muerte como algo natural que forma parte del recorrido terminal de la vida, siempre tengo el sentimiento de que no todo ha llegado a su fin cuando ha terminado, es ese momento en que se le dice «adiós» a la sangre y a la carne pero en realidad nunca nos vamos del todo. A veces creo que mi forma atropellada de andar por las calles podría llevarse mi vida, pero mientras tanto aquí sigo compartiendo historias con los sepultados.
Algunos dicen que el mejor momento para morir, el momento perfecto es después de haber llevado una buena vida, de haber procreado, de haber multiplicado la herencia, de haber edificado una casa y erguido un hogar, pero creo que la mente viaja más lento que el cuerpo cuando se trata de «ella», la esquelética y horripilante. Más lento que el reloj biológico que nos envejece la piel y el cabello, porque el cuerpo con el transcurrir de los años empieza a prepararse para «ir al hoyo», pero la mente —aunque digamos que estamos preparados— nunca termina de asimilar a la muerte. Aunque rebelarse ante el final no tendría ningún sentido, la mente todavía está en contra de «ella» y después de todo, se termina siendo «demasiado viejo para morir joven». «Joven» cuando la mente aún tiene ganas de aprender y de crear, cuando hay deseos de saltar, correr, de explorar y de bailar, pero «viejo» porque el cuerpo no responde. Aquí yacen los blancos, los negros, los rojos, los pálidos, los bronceados y tostados por el sol, así rían, canten, bailen; los duros, los blandos, los buenos, los malos... ahora sólo cadáveres. Cadáveres que se aunarán con el tiempo, pero nunca con el lacerante olvido.
Marchamos al sonar de una canción mágica, la favorita para decirle «hasta pronto» a alguien que al irse extrañarás. «Somewhere over the rainbow», a veces me reconforta, pero otras veces me persigue como un animal en mis pensamientos, en mis pesadillas e incluso en mis sueños. Al despertar es esa canción la que irrumpe en mi cabeza. Me susurra que la muerte está al acecho de todos y que hoy podría estar sonando en mi funeral, en vez de yo hacerla sonar en el funeral de alguien más.
Podría ser que mañana no despierte, o que allá afuera algo me arrebate la vida. Cada vez que reflexiono en lo que hago percibo que la vida es un maravilloso regalo que damos por sentado, tanto que a veces sin darnos cuenta atentamos contra ella. La vida es algo tan frágil que podría caerse en el momento menos esperado y romperse en mil pedazos como un diamante.
El que abre la puerta a la espera del último vistazo al mundo está de pie. Él escudriña y estorba la paz de la tierra. Lo veo, pareciera estar a salvo al igual que todos nosotros, los que hoy presenciamos una muerte. Lo veo de nuevo, y recuerdo que el que cava las tumbas en algún momento también caerá dentro.
Podría ser que mañana no despierte, o que allá afuera algo me arrebate la vida. Cada vez que reflexiono en lo que hago percibo que la vida es un maravilloso regalo que damos por sentado, tanto que a veces sin darnos cuenta atentamos contra ella. La vida es algo tan frágil que podría caerse en el momento menos esperado y romperse en mil pedazos como un diamante.
El que abre la puerta a la espera del último vistazo al mundo está de pie. Él escudriña y estorba la paz de la tierra. Lo veo, pareciera estar a salvo al igual que todos nosotros, los que hoy presenciamos una muerte. Lo veo de nuevo, y recuerdo que el que cava las tumbas en algún momento también caerá dentro.